El primer taxista era de aquellos que
dan miedo. Eran las 5 de la mañana del día de año nuevo y
volvíamos de bailar y beber en casa de unos amigos. Jordi Mestre ya
me advirtió hace años de que me despreocupara de ouijas y zombis,
que los taxistas sí que pueden ser siniestros de verdad. Nos
confesó Orlando, que así dijo llamarse el conductor, que era mayor
de lo que parecía que lo había pasado mal en cuestiones del amor y
que... en estos puntos abrazó el dispositivo antidesnucamiento del
ausente copiloto y giró su cabeza hacia mi bella acompañante y me
pidió disculpas de antemano. Se os ve muy felices, pero yo podría
haberme enamorado de ti, ¿cómo te llamas?
Me puse alerta y comencé a esbozar un retrato robot de aquella
filosófica frase. De modo que se podría haber enamorado de una
mujer que iba acompañada, disculparse, explicarlo sin rubor, para
acto seguido abalanzarse sobre su presa preguntando su nombre. Todas
estas elucubraciones que caben en dos líneas injustificadamente se
me llevan mucho tiempo y no pude atender al resto de la conversación.
Para cuando recuperé la realidad ya estábamos en el semáforo de la
plaza y simulaba anotar el número de teléfono de Orlando ante su
insistencia. A cambio sólo nos exigió que si encontrábamos un
trabajo relacionado con el mundo animal le llamásemos. Porque
me gustan mucho los animales.
En
épocas de estrecheces económicas siempre acabo cogiendo muchos
taxis y al cabo de pocos días me encontraba a bordo de un Seat
Toledo conversando con otro conductor del ramo. Me explicó que el
oficio de taxista era muy extraño y que, a pesar de llevar sólo una
semana en el trabajo, ya era considerado un profesional por todo el
mundo y que si uno quiere que le traten de usted sólo tiene que
subirse a un coche negro y amarillo.
Anteanoche
regresé en taxi con un percusionista amigo mío, y, de nuevo, la
bella mujer pretendida por el primer taxista. Mi amigo músico, se
sentó en el asiento de delante y nosotros dos detrás. Hablamos
durante todo el trayecto, riendo convencidos de que estábamos
protegidos. Sabíamos que esta vez el taxista iba a guardar silencio
y a ser respetuoso. Y así fue, sólo sonrió tímidamente y miró un
par de veces espontáneo y asustado a través del retrovisor hacia
nuestra posición. Entonces lo descubrí. Es inexplicable, pero lo
cierto es que el verdadero poder de esta estirpe de hombres oscuros
(y amarillos) se encuentra en el asiento del copiloto. Al igual que a
Sansón con su cabellera, cuando les falta el alma hueca y
fantasmagórica del asiento de al lado, los taxistas no son nada. Por
eso mi padre siempre dice, súbete adelante, hijo, que si no, parezco
un taxista.
A veces, cuando la gente habla mucho y gritan, es mejor que se queden todos en el asiento de atrás y te dejen conducir en paz ;-P
ResponderEliminar¡Feliz 2012!
Comparto tu estupenda constatación de que "en épocas de estrecheces económicas siempre acabo cogiendo muchos taxis". En efecto, el dinero hay que moverlo. Respecto a la peligrosidad social de los taxistas, tengo algunas nuevas anécdotas que te contaré cuando nos veamos algún día.
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