domingo, 8 de enero de 2012

Buscando la luz verde


El primer taxista era de aquellos que dan miedo. Eran las 5 de la mañana del día de año nuevo y volvíamos de bailar y beber en casa de unos amigos. Jordi Mestre ya me advirtió hace años de que me despreocupara de ouijas y zombis, que los taxistas sí que pueden ser siniestros de verdad. Nos confesó Orlando, que así dijo llamarse el conductor, que era mayor de lo que parecía que lo había pasado mal en cuestiones del amor y que... en estos puntos abrazó el dispositivo antidesnucamiento del ausente copiloto y giró su cabeza hacia mi bella acompañante y me pidió disculpas de antemano. Se os ve muy felices, pero yo podría haberme enamorado de ti, ¿cómo te llamas? Me puse alerta y comencé a esbozar un retrato robot de aquella filosófica frase. De modo que se podría haber enamorado de una mujer que iba acompañada, disculparse, explicarlo sin rubor, para acto seguido abalanzarse sobre su presa preguntando su nombre. Todas estas elucubraciones que caben en dos líneas injustificadamente se me llevan mucho tiempo y no pude atender al resto de la conversación. Para cuando recuperé la realidad ya estábamos en el semáforo de la plaza y simulaba anotar el número de teléfono de Orlando ante su insistencia. A cambio sólo nos exigió que si encontrábamos un trabajo relacionado con el mundo animal le llamásemos. Porque me gustan mucho los animales.

En épocas de estrecheces económicas siempre acabo cogiendo muchos taxis y al cabo de pocos días me encontraba a bordo de un Seat Toledo conversando con otro conductor del ramo. Me explicó que el oficio de taxista era muy extraño y que, a pesar de llevar sólo una semana en el trabajo, ya era considerado un profesional por todo el mundo y que si uno quiere que le traten de usted sólo tiene que subirse a un coche negro y amarillo.

Anteanoche regresé en taxi con un percusionista amigo mío, y, de nuevo, la bella mujer pretendida por el primer taxista. Mi amigo músico, se sentó en el asiento de delante y nosotros dos detrás. Hablamos durante todo el trayecto, riendo convencidos de que estábamos protegidos. Sabíamos que esta vez el taxista iba a guardar silencio y a ser respetuoso. Y así fue, sólo sonrió tímidamente y miró un par de veces espontáneo y asustado a través del retrovisor hacia nuestra posición. Entonces lo descubrí. Es inexplicable, pero lo cierto es que el verdadero poder de esta estirpe de hombres oscuros (y amarillos) se encuentra en el asiento del copiloto. Al igual que a Sansón con su cabellera, cuando les falta el alma hueca y fantasmagórica del asiento de al lado, los taxistas no son nada. Por eso mi padre siempre dice, súbete adelante, hijo, que si no, parezco un taxista.