viernes, 26 de octubre de 2012

Paraguas en llamas





Estos sucesos tuvieron lugar hace ya unos años, pero no muchos.  Aún no se hablaba de crisis, es más, diría que todo era exactamente igual que ahora pero sin la palabra crisis. Por lo tanto no molesta imaginar la historia en el contexto actual.
 
Hay vendedores buenos y hay compradores fatales.  Y yo pertenezco al segundo grupo. Se me hace muy difícil no comprar algo -lo que sea- a un vendedor clásico. No importa demasiado la táctica que utilice ni el artículo que desee venderme, ya puede ser creativo, un paraguas, agresivo o una tostadora, que si me llega, lo compro.

Se compran muchos paraguas en este país el día mismo que se pone a llover, y yo fui aquel día a comprarme uno. En esos días me gustaba de vestirme de negro, con el pelo negro,  y el pantalón estrecho igualmente oscuro, zapatos negros… que iba hecho un tuno, vaya. Y pensando en mi propia y excelsa figura de misteriosa sombra paseante bajo la lluvia, la verdad, no me veía con uno de esos paraguas de tres euros de color dudoso, así que pasé de largo del amable indio mientras me imaginaba a mí mismo con un elegante y negrísimo paraguas de bastón. Así fue que me detuve ante aquel inmenso escaparate que mostraba la marroquinería típica de barrio bajo un cartel amarillento con letras granate. BOLSOS MAR, decía.
Los bolsos estaban hacinados unos encima de otros como sardinas. Cientos, miles de bolsos, carteras, monederos. Poliésteres rojizos y pieles negras -de primera- hasta donde alcanzaba la vista. Hasta el techo, por la pared, construyendo pasillos y estantes por doquier, en el mostrador, encima, dentro, acumulados, unos dentro de otros, bolsos, carteras, monederos, y algún paraguas. Ante mí (en lugar de alguien llamado Mar), un simpático anciano menudo, vestido con tirantes, mirándome por encima de unas pequeñas gafas, diría yo que de oro. ¿Qué desea? Un paraguas, me gustan los paraguas largos, de bastón, ¿entiende? El dependiente afiló su atención como si estuviera esperando un santo y seña. ¿De bastón? Comenzaba a pensar que no me había explicado bien, cuando el hombre me hizo un gesto  felino con su mano. Venga conmigo. Tras de aquel pequeño habitante de Bolsos Mar accedí a la trastienda donde se multiplicaban los bolsos, las carteras, los monederos. Y los paraguas. El hombre desenfundó uno de los paraguas polvorientos introducidos a presión en un estante: una preciosidad exactamente igual a la que estáis imaginando. Es alemán, me dijo. Este es un buen paraguas, sí señor, un muy buen paraguas. Es algo más caro de lo habitual, pero es un buen paraguas.

Y salí de la tienda con aquella flamante extensión de mi mismo. ¡Qué  elegancia!, ¡qué camine!, ¡qué abrirse! ¡qué repeler el agua! Todo cambió. Ahora bastaba la menor nube como excusa para ser el hombre afortunado del paraguas alemán.

El primero lo olvidé en el 32 (el autobús, no el año), una tarde, hacia las seis cuando iba a ensayar. Bajé del autobús y el paraguas se quedó allí, para siempre en los asientos de atrás del todo, en el asiento con ventanilla. Me compré otro igual. El segundo lo perdí en la boda de Jordi Mestre, quien prefirió una preciosa mañana  gris para casarse, ideal para pasear con mi bastón mágico. Fue por la noche, acabé en un tugurio lleno de blues y-todavía- humo, encima de una silla, detrás del futbolín.

No sé por qué pero jamás compré un tercero. Tuve algunos paraguas menores, paraguas de indios y paraguas prestados. Pero de ninguno recuerdo con tanta exactitud dónde y cuándo los vi por última vez.

Tal vez porque arde el recuerdo en mi mente aparecen, como suele decirse,  envueltos en llamas.